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La
escritora indaga en el pasado de su abuela china en el libro 'El valle del
asombro'
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¿Se
puede perdonar el abandono de una madre? Traición y desencuentros recorren la
novela
Quizás, si su abuela, de la que descubrió un pasado de
cortesana, no se hubiera suicidado, su madre, con la que mantuvo una relación
que pasaba del amor filial a las amenazas de muerte, no habría resultado un ser
tan narcisista. Tampoco hubiese cargado con tanto sentido de culpa. Ni a la vez
le habría dejado a ella en alguna ocasión abandonada por cumplir su santa
voluntad. Ni ahora, esta mujer menuda, que habla de traición,
irresponsabilidad, desprendimiento, incapacidad para enmendar traumas de su
pasado, no se pasaría un buen rato encerrada en ese bucle que justifica su
falta de remordimiento al mostrarse poco favorable al perdón.
“¿Hay que perdonar?”, clama Amy Tan (Oakland, California, 1952), serena, segura de sí misma. “No, ¿por qué? Tampoco eso nos impide amar a quien nos ha hecho daño, pero quien diga que perdona ciertas cosas, como el abandono de una madre o la infidelidad de un esposo, miente”.
“¿Hay que perdonar?”, clama Amy Tan (Oakland, California, 1952), serena, segura de sí misma. “No, ¿por qué? Tampoco eso nos impide amar a quien nos ha hecho daño, pero quien diga que perdona ciertas cosas, como el abandono de una madre o la infidelidad de un esposo, miente”.
Sin ese cuestionamiento, sin esa obsesión por meterse en el
pozo, tampoco esta escritora de carácter y gancho habría producido una obra que
a costa de los desencuentros, del desarraigo, los desentendimientos, ha
cautivado a millones de lectores en todo el mundo desde que publicara en 1989 El
club de la buena estrella.
De entonces a esta nueva pero fascinante y enjundiosa novela
titulada El valle del asombro, Tan no ha hecho otra cosa que
bucear en las sinuosas, frías y traicioneras corrientes subterráneas del
Pacífico. Desde el punto que une la poderosa China de sus orígenes hasta
desembocar en la rica California, donde vive al pie del Golden Gate.
En Sausalito, al otro lado de la bahía de San Francisco,
nada más pasar el puente de los sueños junto a los enamorados que lo atraviesan
para cumplir alguna promesa y las pesadillas de los suicidas que lo rondan
escoltados por corredores y ciclistas, descendiendo una sinuosa cuesta hacia el
mar, vive la autora en una casa de madera rodeada de una vegetación más
asiática que californiana.
Allí va tejiendo los hilos que le han llevado de un lugar a
otro para acabar en El valle del asombro. Las causas y las
consecuencias. Si a Amy Tan no le llamara la atención el mundo de los
putiferios cosmopolitas en el Shanghái prerrevolucionario y no hubiese acudido
a contemplar una exposición sobre aquella ciudad antaño exótica, hoy territorio
propio de Blade Runner, no habría relacionado aquella foto
preferida de su abuela con los vestidos que utilizaban las cortesanas de la
época.
Lejos de asustarse, preguntó y
preguntó. Por su madre, muerta en 1999, supo otras cosas de la vida, pero no la
verdadera razón que había llevado a suicidarse a su progenitora creando un tsunami
de traumas en la familia que llega hasta hoy. “Ella no lo sabía, y no lo
hubiera creído”. De lo que su madre, según la versión oficial, llegó a
enterarse es de que la abuela fue obligada a convertirse en la cuarta esposa de
un potentado local. Pero Amy va más allá. Se pregunta: “¿Fue una cortesana?”.
No es que El valle del asombro ahonde solo en su
particular fascinación por ese mundo, sino que descubrió un secreto familiar
tremendo. “Mi madre siempre creyó que mi abuela había sido obligada a
convertirse en cuarta esposa de un poderoso cacique, un hombre al que no amaba
y que se suicidó por la vergüenza que llegó a sentir a raíz de ello. Si le
hubieran dicho que en realidad era una cortesana, por cualquier circunstancia,
por cualquier razón, ¿qué me hubiera contado? Si yo se lo hubiera planteado,
creo que lo habría negado”.
En cambio, de lo que pudo enterarse ella en vida, fue de
otra historia con violencias y amenazas de por medio que ayudaban a entender
más el suicidio. “Le contaron que la amenazó de muerte si no se casaba con él y
que por eso se vio forzada a hacerlo. Pero de lo que yo me informé fue que él
aseguró que se suicidaría si no contraían matrimonio. Existía alguna razón
violenta por medio. Desde luego”. Y escandalosa. Pero poco creíble: “Imagínate,
el hombre más famoso de la isla, el que hacía las carreteras, los hospitales,
¿que por algún encuentro con ella se quisiera matar?”.
Algo se fue cociendo previamente. “Existía una relación de
amor que se fraguó con ella como cortesana, quizás, y esa relación tenía varias
aristas y versiones. Una, que había hecho un trato mediante el cual, a cambio
de un hijo, ella recibiría una casa en la ciudad”. Su abuela cumplió, pero se
suicidó después. Se trataba de una mujer oscura, atormentada: “Consumían opio,
me dijeron que era una persona callada, pero que tenía un temperamento
violento, que era la favorita, que disponía de la mejor habitación, no sufría
la posición inferior que se le suponía a una cuarta esposa”.
Hace tan solo tres años, Amy Tan supo esto. Obviamente le
hubiese encantado hablar con su madre de ello, pero ella ya no estaba. Aunque
aquella mujer marcaba la grieta de sus desencuentros, le proporcionó tanta
riqueza emocional que se convirtió en escritora para explorar todos los traumas
que la ocasionó. El primero, abandonarla para irse con un hombre.
Tan aún no ha perdonado. “Cuando tus mayores toman
decisiones en las que te ves involucrado y te afectan puedes llegar a no
entender ni a perdonar, ¿qué es eso? ¿Debemos absolver a quienes nos han hecho
daño? ¿Influye el hecho de que no les perdones en el amor que los puedas tener,
en la confianza? Tampoco”.
Y continúa, como en una noria clara y a la vez confusa. “Me
resulta muy difícil perdonar a quien me traicionó, eso me preocupaba, pero
mientras escribía esta novela, me preguntaba: ¿por qué debemos hacerlo? Quizás
sea esa idea que nos viene de los libros de autoayuda, intentando convencernos
de que es bueno para uno mismo. Pero yo digo: a la mierda, ¿por qué deberíamos
perdonar? ¿Qué es eso? ¿A santo de qué? No creo que sean preguntas con
respuestas fáciles. ¿Cómo puedes pasar por alto ciertas cosas? Si son graves,
quizás mientras te haces mayor llegas a equilibrarlo con lo bueno que te ha
ocurrido, pero no creo que compense”.
Aunque, por otra parte, le ha servido para ahondar en las
claves de esta nueva historia. “Quería analizar la naturaleza de la traición,
la confianza, la responsabilidad, todo eso, completamente conectado entre sí”.
La naturaleza de la compasión la ha dominado. ¿Miente quien dice que perdona?:
“Hay dos clases de honestidad en este caso. La que se deriva de los hechos y la
que se deriva de las emociones. La que por dentro nos quema repitiéndonos me
siento abandonada y no perdono aunque no me lo demuestre a mí ni a otros”. Por
esos conflictos muchas veces acabas en el psiquiatra. “No eres capaz de
calibrar tus propios sentimientos, te has sentido atado por tu deber, por tu
percepción de que, al madurar, has pasado todo a otro plano, has olvidado, pero
no, no es así”.
Mucho de aquella niña que se sentía dolida debido a las
circunstancias ha quedado marcado en Violeta, la protagonista de El valle
del asombro. Criada en un burdel, con una madre caprichosa, dominante,
egocéntrica. “La mía fue muy egoísta, interesada, hacía las cosas dejándose
llevar por las pasiones, aunque también heredé de ella una visión del mundo que
cuestiona todo, muy escéptica y honesta, quizás ella se pasó de transparente
con sus sentimientos, pero fue muy auténtica. Eso lo trasladé a Violeta. Yo
heredé todo aquello y quería explorarlo”.
Materia literaria, exorcismo de
palabras, traumas para explotar a gusto y a disgusto. Peleas, desencuentros,
tensiones. Los de una madre empeñada en que su hija se convirtiera en algo que
tuviera que ver con los negocios o la música, y las de una muchacha que terminó
en el mundo de la literatura con incierto futuro sobreviviendo de la edición y
los artículos por encargo, el reporterismo o los discursos a medida.
Por no hablar de desacuerdos sentimentales. “Tuve un novio
que ella no podía soportar. Mi padre y mi hermano acababan de morir. Como no
rompía con él, se mostraba tan frustrada, tan desesperada, pensando que
arruinaría mi vida que cogió un cuchillo y me amenazó. Me lo puso en la
garganta, loca, completamente loca, es como si la estuviera viendo mirándome y
me dijo: vas a arruinar tu vida también, así que, ¿por qué no matarnos ahora
las dos? Yo tenía 16 años. ¡Pues hazlo!, le dije”. Obviamente, frenó.
Rebeldía contra rabia. Un cóctel explosivo y regresivo.
“Cuando yo reaccionaba de una determinada manera con mi madre le hacía a ella
regresar a su propia niñez. Sus emociones, aunque fueran buenas, le empujaban a
querer convertirse en el centro de atención y lo demostraba abiertamente”.
Otras veces le daba por volverse protectora. “Entonces exigía tales niveles de
lealtad que si te mostrabas en desacuerdo con ella, se sentía traicionada. Yo
creo que eso conectaba directamente con su niñez y la volvía infantil. Lo bueno
de los más pequeños es que mientras lo son no han aprendido a esconder sus
emociones. Mi madre, en cierto sentido, no salió de ahí, jamás se censuró,
ejercía una sinceridad salvaje, era radical, capaz de llorar, no pudo quitarse
de encima el trauma de que su madre la dejara así, matándose. Se culpaba de
ello, le obsesionaban las razones, si hubiera podido deshacerlo…”.
Compartir aquellos episodios de su vida, en cierto modo, la
cura. “Quiero ser honesta, pero la gente cree que eso me convierte en
vulnerable. Dicen que es valentía, pero no, se trata de una especie de
obnubilación personal. He contado estas y otras cosas, cuando la gente me decía
qué va a pensar tu madre, yo respondía que se lo preguntaran a ella y era tal
su afán de protagonismo que trasladaba su propia versión sin avergonzarse de
ello”. No fue con aquel novio con quien finalmente se casó. Pero sí con Lou
DeMattei, abogado de profesión. Lo hicieron en 1974. Hasta hoy. Han sobrevivido
a los divorcios de varios miembros del grupo de rock en el que Amy Tan canta
periódicamente y en el que también participa su amigo Stephen King. Aquellas
parejas cuyos compañeros no iban a ver nuestras actuaciones porque pensaban que
éramos inmaduros están divorciados. Lou, acudía casi siempre: Seguimos
casados”.
Él ha sido un apoyo fundamental en los peores momentos, como
cuando contrajo la enfermedad de Lyme. Aunque ya va superando sus efectos
gracias a una medicación que la mantiene activa, le ha dejado varias huellas
crónicas. “Ahora puedo hablar, ¿tiene sentido lo que digo?”.
Un poderoso sentido. Hubo un tiempo, sin embargo, en que no
regía. “Era incapaz, fingía entender, pero nada, no podía seguir una
conversación, ni leer. Estoy sana ahora, me medico y puedo trabajar. Yo, al
menos, me recuperé, los héroes son quienes no cuentan con el privilegio de
tratarse, tuve mucha suerte después de cuatro años y medio sin saber de dónde
venía el mal”.
Aquello le dejó de recibo una epilepsia y defectos de
equilibrio. “No puedo conducir ni convertirme en gimnasta, esto último ya lo
había descartado. Lo otro no me gustaba, así que tengo a Lou de chófer. Pero
sin abusar”. También, su hombre, cocina. “Tres veces al día mientras escribo,
es una gran persona. ¿El secreto para seguir juntos? Baños y armarios separados.
Lo que sientes sobre la familia, la amabilidad, la lealtad, el apego, lo
compartimos, aunque no estemos de acuerdo en todo respecto a la política”.
Una más que sana compañía que suple y le salva de la
necesaria soledad de su oficio. Esa en la que el autor se ve obligado a
escarbar dentro de sus entrañas: “No sé quién soy, si lo supiera no tendría que
escribir, siempre van creciendo las preguntas, las ambigüedades, te crees más
lista y cuesta más encontrar respuestas que cuando eres una niña”. Pero existen
conexiones irresolubles que siguen uniendo a la niña y a la mujer madura de
hoy: “Ella se mostraba sobrepasada por sus propias dudas, no disponía de
perspectiva para situarse ni para entender lo accidental, la responsabilidad
personal, el peso de la culpa, el egoísmo, las elecciones, las circunstancias.
Se miraba hacia dentro en su narcisismo infantil, que no juzgo, ni creo que sea
malo”.
No cree que resuelva nada escribiendo. Simplemente, esparce
y comparte sus propias dudas. “No lo siento así, veo más luz, pero si me
preguntas si comprendo mejor, si entiendo, si me digo que no pasó nada, si
perdono, puede que no, aunque percibo algo más poderoso: el amor que sentimos
hacia quienes nos dañaron superaba lo demás. Los sentimientos de un niño son
inescrutables, pero puedes llegar a comprender ciertos actos y aun así querer”.
Tampoco se fía de quien dice amar completamente, comprenderlo todo: “No es así
y todo el dolor, toda la locura, a veces viene de eso, de no entender que no
pueden llegar a perdonar completamente y aceptarlo así. Es mi opinión, creo que
es honesto admitir que te importa la gente a la que quieres aunque no excuses
el daño que te han hecho. No podrás, no puedes”.
Reír y llorar
José Luis de Juan
Sostenía Wilkie Collins que al lector se le atrapa
haciéndole reír, haciéndole esperar y, en el momento oportuno, haciéndole
llorar. Pues bien, Amy Tan sigue a su manera los consejos victorianos que
cimentaron la multitudinaria estima de Dickens, el amigo de Collins. La autora
de El club de la buena estrella construye en El valle del asombro no tanto un
valle de risas y lágrimas (recordemos el filme de John Ford Qué verde era mi
valle) como un brillante escenario de vívidos y curiosos detalles en el que los
destinos se enlazan a una cadena formada por eslabones de amor y sufrimiento, de
resistencia y entrega. Los personajes estelares de esta novela son mujeres
duras en desigual lucha contra un mundo de hombres débiles que esconden su
constitucional fragilidad tras la violencia viril y el sometimiento femenino.
Violeta narra su infancia en una refinada casa de cortesanas de Shanghái de la
cual su madre americana, Lucía, era la madame. Lucía llegó a la ciudad híbrida
persiguiendo a un pintor chino del que estaba enamorada, el cual le arrebataría
su segundo hijo antes de perderse en la maraña familiar de honor y xenofobia.
Violeta crece entre “flores” con nombres como Nube Mágica y Paloma Dorada, y
busca a su padre en todos los hombres, mientras no se siente querida por su
madre.
Y ella la perderá a causa del indeseable Fairweather,
que la engaña haciéndola creer que su hija se encuentra a bordo del barco que
la lleva a San Francisco. Entonces empieza el calvario de Violeta en una ciudad
que ya empieza a no ser segura. Sigue los pasos de Lucía y es instruida con
ahínco chino en las artes de la seducción, que incluyen desde el recitado de
poemas y el tañido de la cítara hasta el mínimo gesto erótico. “Algunos de mis
clientes alcanzaron el paroxismo del placer solamente con la vista”, le dice
Calabaza Mágica, su mentora. Ella la enseña “a dominar la expresión de la
tragedia”, que será su especialidad en el arte como en la vida. Sin embargo, igual
que Lucía, Violeta busca el amor “auténtico”, que dure más allá de unos meses.
Y lo encuentra en brazos de Edward, de quien tendrá una niña, Flora, que
perderá igual que su madre la perdió a ella.
La peripecia cervantina de Violeta incluye a un falso
poeta que la atrae a un sórdido concubinato en el Estanque de la Luna, otro
escenario vacío de los sentimientos sublimes, pues El valle del asombro solo es
una burda copia de un paisaje clásico que pintó su desconocido padre, Lu Shing,
cuadro en el que la joven Lucía creyó ver “un lugar donde vivir”. A estas
enjundiosas alturas del relato ya hemos tenido algunas risas, debidas a los
enredos sexuales de las concubinas entre partidas de mahjong, y entonces llega
la espera, por obra de Lucía, que describe el pene de su primer amante como “un
roedor ciego y lampiño en busca de una teta llena de leche”. La antigua madame
vuelve a 1897, cuando rompió con la familia y se fue al Lejano Oriente. Amy Tan
regresa, en esta novela que evoca Memorias de una geisha, a sus temas
habituales: la aguda, para ella irresoluble disparidad entre la cultura china y
la idiosincrasia americana; las tensiones geológicas entre madres e hijas; el
misterio del amor y el aprendizaje del abandono. Y lo hace recurriendo a largos
monólogos laberínticos en los que el lector a veces se confunde, aunque nunca
pierda la emoción, pues Tan tañe con su afinada cítara narrativa las fibras que
nos conmueven y nos interrogan hasta el final, lo cual no deja de ser una
hazaña.
El
valle del asombro. Amy Tan. Traducción de Claudia Conde. Planeta. Barcelona,
2014. 677 páginas. 22,50 euros (electrónico: 12,99)